Había olvidado por qué corría. Solo sabía que no podía detenerse. Si lo hacía, perdería aquella carrera en la que solo había dos puestos. Primero y último.
Distancia. Su instinto le decía que siguiera corriendo, que pusiera distancia entre ella y... el lugar del que procedía.
Estaba empapada, pues arreciaba la lluvia, pero ya no se sobresaltaba al oír el estallido del trueno. El destello del relámpago no la hacía temblar. No era la oscuridad lo que la asustaba. Hacía tiempo que ya no temía cosas tan simples como la extensión de la oscuridad o la violencia de la tormenta. Ya no recordaba qué era lo que temía; solo sabía que tenía miedo. El miedo, la única emoción que comprendía, había arraigado y se agitaba dentro de ella como si no conociera otra cosa. Bastaba para mantenerla en pie,, dando tumbos por la cuneta, a pesar de que el cuerpo le pedía a gritos que se tumbara en un lugar resguardado y seco.
No sabía dónde estaba. Ni de dónde venía. No recordaba los altos árboles que agitaba el viento.
Ni el violento batir del mar cercano, ni el olor de las flores mojadas que pisoteaba al correr por la cuneta de aquella carretera desconocida significaban nada para ella.
Iba llorando sin darse cuenta. Los sollozos la hacían zozobrar, soltaban las amarras de su miedo redoblándolo hasta que se apoderaba completamente de ella, en ausencia de todo lo demás. Tenía la mente nublada, las piernas temblorosas. Sería tan fácil acurrucarse sin más bajo de uno de aquellos árboles y abandonarse... Pero algo la impulsaba hacia delante. No era solo el miedo, ni tampoco el aturdimiento. Era su fortaleza, una fortaleza que nadie habría adivinado al verla, que ni siquiera ella reconocía, lo que la mantenían en pie más allá de su capacidad de resistencia. No volvería al lugar de donde había salido, de modo que solo podía hacer una cosa: seguir hacia delante.
No le importaba cuánto tiempo llevaba huyendo. No sabía si había recorrido un kilómetro o diez. Tenía los ojos cegados por la lluvia y por las lágrimas. Los focos la iluminaron antes de que pudiera verlos.
Se quedó quieta, aterrorizada como un conejillo sorprendido entre las matas. La habían encontrado. La habían perseguido. El claxon sonó, los neumáticos chirriaron. Rindiéndose al fin, se desplomó inconsciente sobre el asfalto.
Distancia. Su instinto le decía que siguiera corriendo, que pusiera distancia entre ella y... el lugar del que procedía.
Estaba empapada, pues arreciaba la lluvia, pero ya no se sobresaltaba al oír el estallido del trueno. El destello del relámpago no la hacía temblar. No era la oscuridad lo que la asustaba. Hacía tiempo que ya no temía cosas tan simples como la extensión de la oscuridad o la violencia de la tormenta. Ya no recordaba qué era lo que temía; solo sabía que tenía miedo. El miedo, la única emoción que comprendía, había arraigado y se agitaba dentro de ella como si no conociera otra cosa. Bastaba para mantenerla en pie,, dando tumbos por la cuneta, a pesar de que el cuerpo le pedía a gritos que se tumbara en un lugar resguardado y seco.
No sabía dónde estaba. Ni de dónde venía. No recordaba los altos árboles que agitaba el viento.
Ni el violento batir del mar cercano, ni el olor de las flores mojadas que pisoteaba al correr por la cuneta de aquella carretera desconocida significaban nada para ella.
Iba llorando sin darse cuenta. Los sollozos la hacían zozobrar, soltaban las amarras de su miedo redoblándolo hasta que se apoderaba completamente de ella, en ausencia de todo lo demás. Tenía la mente nublada, las piernas temblorosas. Sería tan fácil acurrucarse sin más bajo de uno de aquellos árboles y abandonarse... Pero algo la impulsaba hacia delante. No era solo el miedo, ni tampoco el aturdimiento. Era su fortaleza, una fortaleza que nadie habría adivinado al verla, que ni siquiera ella reconocía, lo que la mantenían en pie más allá de su capacidad de resistencia. No volvería al lugar de donde había salido, de modo que solo podía hacer una cosa: seguir hacia delante.
No le importaba cuánto tiempo llevaba huyendo. No sabía si había recorrido un kilómetro o diez. Tenía los ojos cegados por la lluvia y por las lágrimas. Los focos la iluminaron antes de que pudiera verlos.
Se quedó quieta, aterrorizada como un conejillo sorprendido entre las matas. La habían encontrado. La habían perseguido. El claxon sonó, los neumáticos chirriaron. Rindiéndose al fin, se desplomó inconsciente sobre el asfalto.
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